OPINIÓN de Adela Cortina
A la hora de votar, las emociones resultan ser mucho más decisivas que el cálculo racional de lo que interesa. La inmensa mayoría de los votantes se orienta por sus emociones. Cosa que, por otra parte, es bastante racional, porque es un despilfarro de energía invertir tiempo en leer programas que nadie piensa cumplir.
¿Qué hacer entonces para ganar las elecciones? En principio, buscar expertos en ciencias que nos digan cómo funcionan las entrañas de los ciudadanos y, a continuación, escribir cuentos que permitan conectar los sentimientos de los votantes con los intereses de mi partido.
Porque el negocio de la política se ha convertido en cosa de partidos, empeñados en optimizar sus recursos para ganar elecciones a cualquier precio. Para lograrlo, no hay que recurrir a lo que conviene a las personas, a su capacidad de calcular qué es lo más útil, sino a saber contarles buenos cuentos, que empiecen con “érase una vez”, continúen con los grandes desafíos a los que tuvo que enfrentarse el partido (gigantes, dragones, encontrar el vellocino de oro) y acaben trazando un horizonte lo más prometedor posible. Tal vez no tanto como “y seremos felices y comeremos perdices”, porque el futuro prometido debe ser un poco creíble por lo menos, pero sí algo ilusionante.
Claro que, como decía García Márquez al principio de su biografía, “la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla” y, si construimos el relato de nuestra vida a la hora de contarla, ¿cómo no se va a construir la leyenda de un partido que quiere ganar las elecciones, buscando un comienzo, una trama y un futuro que emocionen a una parte del electorado lo más amplia posible? También se construye una historia sobre el partido contrario que intenta ser, una leyenda negra, con un origen tenebroso, unas actuaciones deplorables y un futuro aterrador. Y resulta que lo que acaba estando en juego no son los intereses de los ciudadanos, sino las leyendas blancas y las negras de unos y de otros, leyendas en vez de programas, como si no hubiera problemas que no admiten cuentos.
¿Para qué sirven las historias en estos casos? Para que cada quien se identifique con uno de los equipos que compiten, vista su camiseta y sienta que “esos son los míos”. La necesidad más básica de las personas consiste en integrarse en un grupo, a la intemperie hace demasiado frío. Pero la vida democrática debería ser un juego libre, en que las gentes apoyan a unos u otros según lo reclame la situación, sin adhesiones inquebrantables. Los partidos no deberían ser equipos, con su hinchada incondicional, que no apoya a su equipo porque sea el mejor, sino porque es el suyo. Los partidos políticos deberían ganarse adhesiones coyunturales con sus actuaciones.
Pero si es verdad que la mente humana es un procesador de historias, más que un procesador lógico, si es contando historias como formulamos nuestras expectativas, yo también quiero contar una tal vez fecunda para estos tiempos. La de un país que salió de 40 años de dictadura e inició una Transición hacia la democracia, admirada por propios y sobre todo extraños, hasta el punto de que muchos se apuntan a imitarla. Contábamos para ello con una sociedad civil alérgica a los enfrentamientos, harta de sentirse identificada con elDuelo a garrotazos de Goya, harta del dicho de Machado, “una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Esa es una mala historia, ese es un mal cuento.
Claro que la Transición no fue perfecta, nada lo es en las cosas humanas. Pero todos los partidos políticos y las fuerzas sociales supieron, llegado el tiempo de la responsabilidad, detectar los problemas básicos y pactar lo necesario con tal de hacerles frente. Sembrar la discordia hubiera sido criminal, y por fortuna así lo supieron todos con la razón y con el corazón.
Tal vez no sea esta una historia muy emotiva, pero no está de más pensar que cinco millones de parados, sanidad y educación escandalosamente a la baja, gentes que no pueden pagar sus hipotecas, abandono de las personas dependientes, reducciones drásticas en ayuda al desarrollo, recortes en becas y ayudas a la investigación son razón más que suficiente para aunar fuerzas más que para crispar los ánimos por arrancar votos.
Dicen también quienes saben de esto que las historias, para ser efectivas, deben tener al menos algo de verdad. Y si los problemas son tan dolorosamente reales, creo que esta historia es en muy buena medida verdadera.
*Adela Cortina es Catedrática de Ética de la Universidad de Valencia y Directora de la Fundación ÉTNOR
A la hora de votar, las emociones resultan ser mucho más decisivas que el cálculo racional de lo que interesa. La inmensa mayoría de los votantes se orienta por sus emociones. Cosa que, por otra parte, es bastante racional, porque es un despilfarro de energía invertir tiempo en leer programas que nadie piensa cumplir.
¿Qué hacer entonces para ganar las elecciones? En principio, buscar expertos en ciencias que nos digan cómo funcionan las entrañas de los ciudadanos y, a continuación, escribir cuentos que permitan conectar los sentimientos de los votantes con los intereses de mi partido.
Porque el negocio de la política se ha convertido en cosa de partidos, empeñados en optimizar sus recursos para ganar elecciones a cualquier precio. Para lograrlo, no hay que recurrir a lo que conviene a las personas, a su capacidad de calcular qué es lo más útil, sino a saber contarles buenos cuentos, que empiecen con “érase una vez”, continúen con los grandes desafíos a los que tuvo que enfrentarse el partido (gigantes, dragones, encontrar el vellocino de oro) y acaben trazando un horizonte lo más prometedor posible. Tal vez no tanto como “y seremos felices y comeremos perdices”, porque el futuro prometido debe ser un poco creíble por lo menos, pero sí algo ilusionante.
Claro que, como decía García Márquez al principio de su biografía, “la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla” y, si construimos el relato de nuestra vida a la hora de contarla, ¿cómo no se va a construir la leyenda de un partido que quiere ganar las elecciones, buscando un comienzo, una trama y un futuro que emocionen a una parte del electorado lo más amplia posible? También se construye una historia sobre el partido contrario que intenta ser, una leyenda negra, con un origen tenebroso, unas actuaciones deplorables y un futuro aterrador. Y resulta que lo que acaba estando en juego no son los intereses de los ciudadanos, sino las leyendas blancas y las negras de unos y de otros, leyendas en vez de programas, como si no hubiera problemas que no admiten cuentos.
¿Para qué sirven las historias en estos casos? Para que cada quien se identifique con uno de los equipos que compiten, vista su camiseta y sienta que “esos son los míos”. La necesidad más básica de las personas consiste en integrarse en un grupo, a la intemperie hace demasiado frío. Pero la vida democrática debería ser un juego libre, en que las gentes apoyan a unos u otros según lo reclame la situación, sin adhesiones inquebrantables. Los partidos no deberían ser equipos, con su hinchada incondicional, que no apoya a su equipo porque sea el mejor, sino porque es el suyo. Los partidos políticos deberían ganarse adhesiones coyunturales con sus actuaciones.
Pero si es verdad que la mente humana es un procesador de historias, más que un procesador lógico, si es contando historias como formulamos nuestras expectativas, yo también quiero contar una tal vez fecunda para estos tiempos. La de un país que salió de 40 años de dictadura e inició una Transición hacia la democracia, admirada por propios y sobre todo extraños, hasta el punto de que muchos se apuntan a imitarla. Contábamos para ello con una sociedad civil alérgica a los enfrentamientos, harta de sentirse identificada con elDuelo a garrotazos de Goya, harta del dicho de Machado, “una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Esa es una mala historia, ese es un mal cuento.
Claro que la Transición no fue perfecta, nada lo es en las cosas humanas. Pero todos los partidos políticos y las fuerzas sociales supieron, llegado el tiempo de la responsabilidad, detectar los problemas básicos y pactar lo necesario con tal de hacerles frente. Sembrar la discordia hubiera sido criminal, y por fortuna así lo supieron todos con la razón y con el corazón.
Tal vez no sea esta una historia muy emotiva, pero no está de más pensar que cinco millones de parados, sanidad y educación escandalosamente a la baja, gentes que no pueden pagar sus hipotecas, abandono de las personas dependientes, reducciones drásticas en ayuda al desarrollo, recortes en becas y ayudas a la investigación son razón más que suficiente para aunar fuerzas más que para crispar los ánimos por arrancar votos.
Dicen también quienes saben de esto que las historias, para ser efectivas, deben tener al menos algo de verdad. Y si los problemas son tan dolorosamente reales, creo que esta historia es en muy buena medida verdadera.
*Adela Cortina es Catedrática de Ética de la Universidad de Valencia y Directora de la Fundación ÉTNOR